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11 Feb

El destino parece ser un componente o mezcla de azar y necesidad. Las proporciones son variables, y en cuanto capricho aleatorio, indescifrables. Se constata empíricamente, con criterios que ya nos son conocidos, que a determinadas personas el destino les depara una mejor suerte; es decir, que a unas les va mejor que a otras. O, eso creemos. Y esa visión de una supuesta felicidad ajena, lejos de saciarnos de paz y serenidad, puede causar sarpullidos más o menos duraderos. Porque, y así suele acontecer, los éxitos del prójimo no se suelen ver como esfuerzo y valía personales, sino como fruto del azar, principalmente (¡Qué suerte tiene!, se suele oír don frecuencia). Generalmente, olvidamos que la felicidad es una entelequia y la perseguimos atolondradamente; abducidos por sus hechizos. En cambio, sí existe la posibilidad de vivir sin sufrimiento, aunque no sin dolor; depende únicamente de uno, no de los demás.


Algunas personas intentan proyectar su energía vital sobre aquello que consideran su camino, de dar sentido a la vida; olvidándose de que el azar anda merodeando, tratando de empujarlas a favor o en contra, zarandeándolas. Otras, se vuelcan en las alas de ese azar, infravalorando su energía personal. Combinar ambas cuestiones es el meollo. Algunos llaman a este combinado, vocación. Pero, y parece ser cierto, hay personas que no sienten ninguna vocación concreta. Dicho así, parece una contradicción, pues venir al mundo —ser consciente de mi existencia— y ser juguete del azar o bregar para alcanzar un fin, ya es una vocación, aunque sea impuesta y no asumida libremente. Abandonarse a la suerte, en sí mismo, también constituye una opción. Pero, en rigor, podemos afirmar que la única vocación posible para los nacientes es la de sobrevivir, con lo que esto conlleva: alimentarse, reproducirse, protegerse. Pero hacemos de esas necesidades un arte, un logro personal; un mérito, que a veces se admira y casi siempre se envidia.
¿Por qué hay que darle un sentido a la vida? ¿Lo tiene? ¿Por qué la vida, para algunos, es un problema? El ser humano, su inteligencia, debería poder decidir su existencia, su venida al mundo consciente. ¿Por qué dejar un asunto tan crucial en manos del azar? Si esa circunstancia no se diera, muchos cromosomas obviarían unirse y, de paso, se liquidaría para otros, en el futuro, el problema abortivo. Si la evolución mostrara inteligencia elevada, debería entenderse esta circunstancia como realizable; pues, no en vano, la inteligencia anhela el maravilloso poder de la creación. Pero, se quiera o no, hasta donde conocemos, el capricho o veleidad del azar es quien sujeta la antorcha, quien alumbra las oscuras tinieblas. Aunque, por momentos, nuestra mente manifiesta lo contrario.
Paseaba melancólico por senderos oblicuos, ya próximo el crepúsculo. Los serbales blandían sus enormes manoplas y las gotas estallaban en los charcos de la alameda, también sobre los tablones del merendero y las gradas vacías del pequeño estadio. El río anegaba las orillas y salmodiaba con un rumor sordo, persistente; de galeote. Bajo las arcadas del puente un hombre contemplaba la corriente. Parecía una criatura desvalida, arrebujada entre cartones y harapos; entre recuerdos congregados para un adiós definitivo. Me acerqué. Masticaba una manzana y sus mandíbulas fatigadas crujían desasosegadas, lastimosas; perdida la costumbre. Nos miramos brevemente. Le hablé. Me respondió. Y nuestras breves palabras sonaron como zureos de palomas sin mensajes; de palomas desarraigadas, venidas de lejos, de sitios distintos. Los dos éramos extranjeros en tierra extraña. Sus ojos agonizaban bajo unos arcos ciliares que parecían riostras de un solar abandonado. Intuí, ambos los intuimos, que yo era un intruso en su sórdido agujero. Sonreí y comprendí. Ambos comprendimos que éramos intrusos en un mundo hostil.
Me aparté, cansino como el río. Me volví, parapetado detrás de una rama desgajada. Sus pupilas me buscaban a intervalos, veladas por un parpadeo mortecino, de espera resignada, irremisible. Mi mano rozaba la cajita, pero sabía que no era necesaria ninguna cápsula, ningún empuje. La gota que estallaba sobre la piedra componía un réquiem apresurado, ineludible.
¿Qué destino le había llevado hasta allí? ¿Qué vida había vivido? ¿A quién pediría cuentas? ¿Le esperaría alguien en la región ignorada?
Los dedos que aún sujetaban la manzana, largos como tallos de bambú, tal vez habrían punteado, dominadores y elegantes, la sobria celosía de un arpa; y acariciado -¿quién sabe?- el muslo de la solista mientras el dueño del cabaré dormía la mona.
Ahora, antes de volverme, permanecían yertos sobre los harapos, sobre el horizonte rumoroso de la corriente; como si el recuerdo los hubiera noqueado. Una pepita, un lunar de ébano, se había quedado en la comisura, varada en un cilio de saliva cuajada; blanquecina como la nieve que revestía los taludes.

Eugenio F. Murias

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