Domingo, 12 de Mayo 2024 

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29 Oct

Todas las mañanas bajaba andando hasta la pequeña cala. El azul del océano hervía luminoso y desde el promontorio se veían algunos bañistas meciéndose en un suave vaivén, como si fueran boyas jalonando la orilla. En las inmediaciones, decenas de vehículos y algunas caravanas. Pasé junto a una. Un hombre y una mujer reposaban en sendas tumbonas; ella tejía y él la entretenía con su charla sosegada.
En el mirador descubrí una imagen de la virgen del Carmen, en una pequeña gruta excavada en la pared, detrás de un cristal. Debajo, en los poyos que la circuían, había gente sentada mirando las piscinas, atentas al bullicio de los chiquillos y cuchicheando sin desmayo. Me acerqué al cristal para ver la imagen. Unas cuantas monedas se veían esparcidas delante de un ramo de flores artificiales.


En una esquina solitaria un viejo dormitaba medio apoyado en la pared, medio asomado a la orilla. Mantenía las manos cruzadas en el vientre y la cabeza abatida e inmóvil; como un péndulo que ha dejado de oscilar. No pude ver su cara: un enorme sombrero de paja, algo deshilado, me lo impedía. Su camisa de rayas, a la altura del vientre, se inflaba y desinflaba, casi imperceptible.
–Contra!, han ocupado las dos piscinas y yo no me atrevo a ir al mar. No hay derecho.
–Mujer, métete, que no te dicen nada; hay sitio para todos.
–Tanto cursillo me tiene loca, Mamen ¡Bah! Podían dejar una libre, no todo para ellos.
Miré con más detalle y las piscinas se veían ocupadas con personas "mayores" y "pequeñas", flotadores multicolores, corcheras, boyas y hasta una portería que parecía de water polo. Un monitor sujetaba a dos mujeres y las hacía desplazarse de espaldas, en una paz envidiable. La algarabía se contagiaba y se diluía entre el caótico sonido de los silbatos.
En las escaleras que accedían al mar un tipo de espalda amplia y morena, no plateada –aunque recordaba a la un primate herbívoro– limpiaba un balde de pescado. Las escamas y despojos flotaban en la rompiente, al lado de unas adolescentes que jugaban junto a una escalera de acceso al mar. Alguien le dijo que estaba prohibido. Apenas entendí el gruñido que emitió como respuesta. Otro, lo hizo por mi.
–Dise que toda la vida ha limpiado el pescado aquí y lo seguirá hasiendo.
Le observé un instante, concentrado y ajeno al resquemor que provocaba; con la panza hundida en el agua. ¿Sería ese espécimen un eslabón perdido o representaría el sentir general? Gentes de ese ensamblaje mental tuvieron que sentir un prurito insoportable cuando abolieron la tortura, por ejemplo; o, la esclavitud. Caminan encorvados y la rectitud les parece una aberración.
–Bah!, sigue siendo esclavo de su ignorancia. No pierda el tiempo, amigo.
En una minúscula playita, oculta bajo un puente de barandillas decoradas con peces metálicos, un hombre joven jugaba con su perro canelo. Se esforzaba en armar poses llamativas para impresionar a chica morena y rellenita que le miraba y le comía con los ojos. El can quedó en la arena y ellos se zambulleron. Para marcar el territorio y la presa cobrada, el hombre la estrechaba y sobaba, nada recatado, sin dejar de mirar la orilla; y sonriendo ambos como si pretendieran levantar un espumoso chorro de envidia a los mirones.
–Otra vez el tío ese con el perro, ¿es que no ha visto el cartel?
Y en la punta del espigón un pescador aguardaba pacientemente. El sedal colgaba sin oscilar entre el agua serena y su mirada impasible. A su alrededor un grupo de jóvenes charlaban acodados en la barandilla.
–Siempre la misma historia. Saben de sobra que ahí no se puede pescar. Ni caso.
–Mujer, dígaselo a él; igual es de fuera y no lo sabe.
–Oiga, aquí está prohibido pescar.
–¿Y usted quién es para llamarme la atensión?
–Yo no soy nadie pero sepa que no se puede. Póngase allá, en aquel espigón.
–Váyase al carajo.
Presencié este fuego cruzado, este ambiente burbujeante, antes de meterme en el mar. A mi lado un hombre calvo nadaba y observaba el fondo con una gafas de montura blanca; cerca del pescador.
–Ashá se ven unas viejitas lindas –exclamó, con acento sudamericano.
–Grasias, compañero – respondió el pescador desde la punta.
Ciertamente, en la orilla se veían grupos variopintos de fauna demersal. Un banco de galanas nadaba a mi lado, en armoniosa calma. En el fondo, sobre un lecho de algas, un rascacio acechaba y unos sargos pasaron rozando su silueta espinosa.
Salí y le pregunté al hombre de la caña si había pescado algo.
–Una viejita, apenas –respondió, sin volverse.
–Fuiste vos? Sha vi que la más linda había desaparesido–comentó el calvo quitándose las gafas-. Por que lo hasés, viejo? Dejá que la gente disfrute, que los peses vivan. Te molesta, carajo? No hay derecho, la gente xa no es coherente. –Me miró, como buscando mi aprobación–. Esto es zona de baño, lo podés entender?
Un chiquillo pedía ir al baño. La mujer le respondió que orinara en el agua.
–¡Quiero hacer caca!
–Llevamos pidiendo aseos, ni se sabe. Pero ni caso.
–Vete al bar, Lola, seguro que te dejan.
–No, mi niña, ahora te cobran.
Bajaba todos los días, a la misma hora. El viejo de la camisa azul seguía apostado en la esquina, bajo la virgen. Inmóvil, igual que un péndulo olvidado.
Hice algunos conocidos. Casi todos jóvenes. Jóvenes nativos que estudiaban y trabajaban fuera de la isla, fuera del archipiélago; fuera del país. Por los variados y lejanos rincones de este mundo globalizado.
Hablaban con vehemencia –con ansiedad–, gesticulando ostensiblemente, de sus experiencias y en general todos ansiaban regresar al terruño. Uno de ellos relataba los peligros de bañarse en las playas del norte de Australia.
–Los cocodrilos están por todas partes.
Otro, tuvo que escapar de Centroamérica con lo puesto.
–Imposible llevar el restaurante. Los pedidos me tardaban dos semanas. La basura amontonada, horrible. Pasaban a llevársela una o dos veces al mes.
-Estoy harto ya de andar dando tumbos. A ver si arreglan el país de una vez.
Esta juventud trasterrada oreaba la playa como una brisa amena y vital. Algunos venían acompañados de jóvenes extranjeras, vitales y desinhibidas.
A primeros de Setiembre, la cala y las piscinas se quedaron sin bullicio, sin historias, sin risas; sin resquemores.
Todos aquellos jóvenes que alegraban los espigones ya no estaban. Los chiquillos habían vuelto al colegio. Pero el viejo del sombrero amplio y deshilado seguía allí, bajo la virgen, inmóvil como un péndulo sin cuerda.
–Hoy no se meta que hay aguas vivas.
¡Qué triste y desangelada me pareció la pequeña cala! Y yo un privilegiado por saborearla cuando ya todos habían regresado a sus quehaceres.
–Questo è meraviglioso –respondieron dos mujeres italianas, magras y bronceadas.
–Ma questo uomo, non può essere –se quejó la que parecía tener más edad, señalando hacia el escalera.
El tipo de espalda de primate seguía allí, limpiando pescado; amarrado a su tozudez y golpeando el agua con su panza descolgada.
Este rinconcito isleño –este locus amoenus– es como una preciosa rosaleda; y lo es, precisamente, por las espinas que muestra cuando te acercas a contemplarlo.
Sí, siempre se cuela algún garbanzo negro, pensé sentado en el avión.
Pero un garbanzo negro no estropea el cocido. A través de la ventanilla del Binter veía desdibujarse la isla. Y lo último que avisté fue el templete de la virgen y las olas que agitaban su pañuelo blanco, su pañuelo blanco de despedida.

Eugenio F Murias

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